Por Gastón Melo.
Conozco como muchos mexicanos, enorme cantidad de sitios arqueológicos, cientos quizá. Populares y recónditos, les he visitado en solitario, en familia, con amigos y en horda. He emprendido su recorrido de noche, de día, con lluvia y bajo soles aplastantes. He subido al santuario de Culhuacán y al Monte Tláloc, muchas veces al templo de Ometochtli, varias, he recorrido Ek Balam, Chichen y los sitios de las rutas río Bec y Puuc, admirado la intimidad de Mayapán, mirado interrumpidos por los edificios coloniales, los templos de Izamal; las huacas de Michoacán me son sitios de misterio, he tratado de entender la redondez de Cuicuilco. Conozco sitios en Chihuahua y en Campeche, en Chiapas y en Morelos, en Puebla, Oaxaca, Veracruz, San Luis, Yucatán, Quintana Roo e Hidalgo. En Ciudad de México he visitado varias veces el Templo Mayor y Tlatelolco, he querido encontrar el templo de Tonantzin en el Tepeyac e imaginado, a través de alguna pista en el convento de San Francisco, el aviario del Palacio de Moctezuma que sugiere Valle Arizpe; gracias a amigos, he recorrido algunas entrañas del centro histórico, hoy más colonial que prehispánico. Las cavernas-santuario del poroso territorio yucatanense me han mostrado dantescos espectáculos en Kantemó y caprichosas formas en las rocas consideradas sagradas de la baja tarahumara.
Muchas construcciones, piramidales, rectilíneas, curvas, bajorelieves, juegos de pelota, tzompantlis, pasadizos secretos en Cholula y Teotihuacán, frescos ancestrales en Bonampak; he visto colores mayas y formas marinas en Cacaxtla. Muchos sitios arqueológicos, algunos les he intervenido y buscado poner en valor como Teotihuacán o Tajín. Conozco por diversas lecturas que hay más de 100 mil templos prehispánicos reconocidos en el territorio nacional y debo, en síntesis, conocer igual número de sitios arqueológicos que de ciudades y pueblos modernos en el país.
Y es que la arqueología asalta en México de manera insospechada como la pirámide de Mixcoac tan poco conocida y rodeada de 15 millones de vecinos o los templos remplazados por casonas del país de los itzaes, donde está de moda hacer aparentes los trozos de construcciones antiguas que dieron pie a las casonas coloniales. Por todas partes aparecen estos silenciosos testigos sugiriendo un incisivo ‒esto fue grande, sabio, terrible y sublime también‒, que nos hace recordar con orgullo, cuando atentos escuchábamos a ensalsados profesores de historia como mi maestro Ontiveros en el Simón Bolivar, cuando estudiábamos las guerras floridas, ésas con que se entrenaban los pueblos del centro del que es hoy territorio nacional o a los olmecas misteriosos en su africanidad, los uto-aztecas, las variedades de chichimecas, el imperio maya. He leído ensayos, novelas, cuentos, escuchado relatos y leyendas.
En los sitios menos frecuentados he recogido cántaros y figuras, obsidianas flechadas, algunos rostros se reconocen entre la tierra secular que degrada piezas que suelo acariciar. La pequeña colección de mi padre puesta en custodia de mi hermano me intriga hasta hoy, las figuras olmecas compradas hace 40 años a un campesino de Tabasco me acompañan desde entonces.
He realizado documentales etnológicos en la Sierra Tarahumara, en Veracruz, en Jalisco y en Morelos. Miles de fotografías he tomado de pueblos y culturas, y he extendido mis exploraciones a Guatemala, El Salvador y Honduras para encontrarme con unidades de sentido. Al Perú, Bolivia, Colombia y Ecuador para ver situaciones análogas. Conversado con mapuches y araucanos, con aborígenes de pueblos amazónicos y he encontrado rostros similares en Canadá y Paraguay, en Bolivia, Nuevo México, en Oregón y en Puebla.
Hace poco menos de un año emprendí con disciplina el reto de aprender la lengua maya que desde niño he escuchado en arrullos, en canciones, en mimos e insultos, en expresiones de mis paisanos yucatecos y me gusta repetir las frases que memorizo y aplico haya o no lugar para ello, lo cual me está permitiendo entrar en corazones y razones nuevas que se abren a mundos que, aunque sospechados, siguen siendo aún insondables, ignotos, misteriosos.
Una amiga xochimilca me convidó hace unas cuantas semanas, a penas, de una experiencia singular. Recorrimos en la comunidad de San Gregorio Atlapulco, algunos ejidos viejos, muy viejas tierras ocupadas, donde se avistan baños de temezcal, algunas viviendas y un friso abatido seguramente por píos y crueles sacerdotes cristianos, auxiliados por conversos convencidos e indolentes. Figuras singulares, antropomorfas, descuidadas, tristemente erosionadas, hermosas e inexplicadas aún. Todo este arsenal arqueológico traza el continúum de mi historia personal, mexicana, yucarocha, universal a veces.
La arqueología mexicana, esa que han ponderado lingüistas rusos, sabios franceses, españoles, investigadores norteamericanos y alemanes, académicos egipcios y científicos japoneses, entre otros muchos especialistas, se encuentra algo secuestrada hoy por militantes de ideologías empolvadas, sectarios arqueólogos de levísima formación y burócratas asustados. La gran escuela de Antropología que existió y gozó en el mundo, de enorme prestigio hasta finales de los 70, ha dado lugar a otra, anquilosada y obtusa. Por lo menos eso observo en mis cada vez más pocos intercambios con la institución. López Austin, León Portilla, Matos Moctezuma y Moreno Toscano, venerados y aislados, no logran formar escuelas libres aunque siguen inspirando trabajos monográficos, individuales, y puntuales.
Con unas cuantas frases, el presidente de la República volvió a poner recientemente a la arqueología en el candelero; prehistoria, orígenes de la cultura mexicana y hasta de la humanidad fueron referidas. Azuzado por una retórica poco reflexiva, volvió a ser el centro de memes y blanco de redes que, sin embargo, no lo atrapan y no lo hacen porque como dice Mario Campos, en su artículo de Nexos, la crítica está desacreditada y el discurso de oposición desarticulado.
En arqueología y política el país necesita desarrollar su propio paradigma. Construir el diálogo no es fácil. Vincular el fifiato y el chairismo en un espacio de irrenunciable entendimiento es esencial. Y es que el país necesita, para escucharse, eso que Steven Levitsky y Daniel Ziblatt llaman en su requiem por las democracias (How democracies die) Forbearance, señalando que allí donde prevalece la paciencia y el autocontrol, el diálogo crece y sus consecuencias aportan a ambas partes. Es algo así como templanza más tolerancia. Σωφροσύνη, sophrosyné, dicen los griegos para referirse a la actitud moderada que requiere toda construcción de humanidad.
Esto es algo que no parece haber hoy en el país donde nos estamos dando no con todo precisamente, sino con la poderosa nothingness de insultos, chistoretes y cretineces absurdas.
Por eso invito hoy tanto a quienes alimentan los bots y la crítica gatillera anti-4T, como al propio al presidente de la República, a tomarnos más en serio, menos chistes para aminorar la rabia, y menos juegos de lenguaje para alimentar la memoria. Considerarnos con actitud seria, atenta y con propósito; es lo que el momento reclama. Quizá entonces podamos recuperar espacios para coincidencias y construcciones que tanto necesita el país.
La reciente reunión de Tijuana “en defensa de la dignidad de México y a favor de la sagrada amistad con el pueblo de Estados Unidos”, es quizá, así lo esperamos, muestra de una nueva actitud más seria, más presidencial. Las notas periodísticas de Silva-Herzog Márquez y de Carlos Heredia hacen al tiempo una buena crítica y reconocen los valores del discurso.
Sin embargo, no deja de seguir urgiendo un imaginario de país; la Cuarta Transformación debe actuar con intereses más altos y más allá de sus ataques frontales en ocasiones, y oscuros también a la deshonestidad de algunos y a la ideología de otros. Los casos, Ancira, Lozoya y Medina Mora, igual que fifís y ganzos, son ejemplos de panem et circenses, pero se requiere por encima de esto, de un Aufklärung, luces, mehr licht (más luz), como dijo Goethe en su lecho de muerte.
El presidente de la República ha mostrado que puede hacer pasar del talión al perdón, lo ha señalado con relación a los grupos poderosos del crimen organizado. Son, sin embargo, estas acciones, elementos de una liturgia operativa a la que sigue faltando un componente de imaginario básico. ¿A dónde vamos señor presidente?, ¿cuál es el mundo que se ve en lo porvenir?, ¿qué lugar ocupa México allí?
Es esencial que construyamos juntos, en compromiso positivo y prospectivo, nuestra reputación y el necesario imaginario nacional que a todos convocaría. No hay viento favorable si no se conoce el rumbo y si no se establecen los marcadores de camino.
Es en este sentido donde se hace fundamental contar con actores de reparto y complemento al personaje principal, a su personaje ‘Señor Presidente’, actores, no sólo comparsas o patiños, figuras que tengan vida propia y sepan ser por momentos protagónicos.
Queremos un México ejemplar, un México de todos, un México compasivo pero claro en sus políticas de migración, menos retórico y sólido en la construcción de la superestructura mental necesaria (educación), un país de empresarias y empresarios valientes que estén dispuestos a tomar riesgos, riesgos que por cierto son pequeños frente a las posibilidades que ofrecen sus inversiones, país también de políticos que decanten conocimiento, vocación de servicio y dignidad de trato y, finalmente, una ciudadanía alerta, en construcción, informada, que no acepte ser engañada y que se sienta escuchada no sólo para los plebiscitos, sino sobre todo para las grandes tendencias del desarrollo incluyente.
Pensemos el México inteligente que existe en capacidad pero que reclama formación de talento. Formarlo aquí, amueblando bien el cerebro de los mexicanos y afuera también, aprendiendo ciencia, buenas prácticas y participando con compromiso de saberes para hacer la historia de un país con rumbo y en proceso de sólida construcción. Ya lo decía Justo Sierra Méndez, “la primera educación es la educación mental”.
El país necesita hoy ser conquistado por sus ciudadanos para lograr la apropiación, la descolonización y el imaginario de un porvenir necesariamente ejemplar. Y es que la ejemplaridad llevada al nivel de la ciudadanía, es la posibilidad para esta territorialidad de continuar su existencia en unidad de sentido. La búsqueda de denominadores comunes de nuestra identidad prospectiva evitará la ruptura del pacto federal y la emergencia de los nada deseados “Estados Desunidos Mexicanos”.
Una molécula de élites virtuosas en lo político, lo económico, lo identitario debe estar alcance de los caminos del país, los viejos caminos de los referentes épicos que evoca la arqueología y las nuevas rutas, que la libertad en seguridad, con una oferta renovada, pensada, con sentido histórico y prospectiva, serían los detonadores del tiempo nuevo. México puede seducir al mundo a través de una ética, una ciencia, una cultura y una estética necesarias para los ciudadanos y que con el reconocimiento de los observadores externos, visitantes, inversionistas, y de la opinión global, complementarían el mayor potencial reputacional del planeta. Así de simple, así de contundente.