Por Gastón Melo.
¡Cambio! Se percibe en todos los frentes y mire usted que son muchos, respiramos en el país una atmósfera distinta, como si nuestras burbujas personales, sociales, institucionales estuvieran cargadas de una energía singular, ¿no le parece?
Así lo siento desde que llegué hace una semana de un viaje a cuatro esquinas del hexágono francés, Deauville, Estrasburgo, París y Aviñón. No fue éste un viaje turístico, para cada lugar había tejido un propósito; algunas citas médicas en la capital, visitar a una amiga enferma en Estrasburgo y pasear con ella por el Rin y los Vosges, asistir al festival de teatro en Aviñón y huir de la canícula parisina para refrescarme en el mar y tomar gracias a la invitación de una pareja de amigos, unos rayos de sol con vitamina D, en las elegantes “planches” de Deauville. Esa ciudad seminueva de la Francia normanda, mejor conocida como el arrondissement 21 de París, por la cantidad de capitalinos que tienen en este sitio tan querido por la alta burguesía, un pied-à terre, y un pied dans-l’eau. Aprendí que es así, desde tiempos de Carlos Augusto Luis José de Flahaut de La Billarderie, llamado Duque de Morny, hijo de Hortense de Beauharnais, a su vez hija de Josephine, cuñada del Emperador y reina de Holanda junto con su esposo Louis, hermano de Bonaparte. El Duque de Morny es oficialmente hermanastro por tanto de Napoleón III, con quien mantuvo muy buena relación, algunos analistas sospechan que ésta se debía al hecho que en realidad eran verdaderos hermanos de sangre… Pero esa es otra historia.
A mi vuelta de Francia, mi primera actividad en territorio mexicano fue tomar el automóvil para dirigirme a Veracruz, en la zona de Papantla, capital de la vainilla (“Xanat”) donde el dios Tajín hace rayos y con voz tronante vigila las costumbres. Allí participo, como he narrado en otra crónica, en el Kantillán (Consejo de ancianos) del Takilsukut (“el principio”), parque de alta identidad en el Totonacapan (“lugar donde habitan los hombres y mujeres de tres corazones”).
Los ancianos del lugar, con quienes mantengo una conversación desde la creación de Cumbre-Tajín hace casi 20 años, me obsequian con un sitio en su Kantillán y estoy comprometido en sostener un conversatorio puntual, un sábado de cada mes para motivar las expresiones de nuestro “aparato espiritual”, “caminar juntos en una dirección” a la que queremos llegar, escuchar, averiguar las “cosas que hay que hacer hacia adentro” y alcanzar “la paz del ombligo” (paxahuama).
Entre otros, los abuelos Gerardo, Isidoro, Guadalupe, y las abuelas Sabina, Crispina, Chabela, jóvenes como Miguel León, los maestros como Jun Tiburcio y Humberto, los directores del parque Francisco y Luis, el Director de Cumbre Tajín, Salomón Bazbaz y la programadora Maruchi Behemaras, por unas tres horas nos dedicamos a conversar de manera implicada y a buscar resolver de modo irrenunciablemente inteligente y comprometido las acciones por venir, porque Las leyes de los políticos dividen a la gente y necesitamos mantener la unidad totonaca (totonacu dixit).
Uno de los temas que emergieron de esta reunión refiere a la Ceremonia del Fuego Nuevo, todos los mexicanos la conocemos, la hemos o nos ha sido referida de un modo u otro, sabemos que existe desde tiempos teotihuacanos y que se figura en un atado de 52 cañas (xiumolpilli). Entendemos que se realizó por última vez de manera oficiosa y bajo el ritual estricto del pueblo azteca en 1507. Habría proyectivamente tocado hacerla en 1975 y debería materializarse en 2027.
Sin embargo, el marcador temporal ha variado mucho con los siglos y cada año se realiza una ceremonia en el Cerro de la Estrella (Huizachtépetl) el 19 de diciembre. Otros cultos la han celebrado y celebran aún entre noviembre y diciembre. En ese tiempo se agolpan referentes; lluvias de estrellas (Pléyades/Leónidas/Gemínidas), la vigilancia de los compromisos de los pueblos para la preservación de sus costumbres, la fiesta de Hutxilopoztli. Por eso, pero también por el cambio de gobierno y la percepción de un tiempo nuevo por venir, desde el Kantillán, sin protagonismos innecesarios se quiere hacer a todo el conjunto del territorio mexicano, la propuesta de un Fuego Nuevo. Uno que pase por lo personal y lo trascienda.
El fuego nuevo a nivel personal resulta de mis vivencias. 1968 y 2018 distan en 50 años, son estos los años en que he visto y vivido el intento por romper el andamiaje de las oligarquías coloniales y criollas tradicionalmente dominantes en el país. Los procesos toman tiempo y la historia lo necesita para interpretar, vivir y asumir la consecuencia de ciertos hechos que, si bien pueden durar un minuto, como la bomba en Hiroshima, o media hora como el voto, sus consecuencias se extienden por un tiempo mucho mayor.
Así, las consecuencias de 1968 sobre mi generación de jóvenes urbanos son significativas. Cuánto me habría gustado entrar (de habérseme aceptado) en la prepa 6 de Coyoacán, sin embargo, la distancia de 7 meses terminada la secundaria, para ingresar en una prepa oficial, me resultaron insalvables ante la exigencia de mis padres y la presión social. La Universidad La Salle era consecuencia lógica de mis años en el Simón Bolívar. Tuve excelentes profesores, aunque sin duda los habría tenido tan buenos y desde luego más numerosos en la prepa 6, con mejores instalaciones, más cerca de casa y no sobre decirlo, mixta.
La sociedad se dividió en ese entonces, las clases medias acomodadas y acomodaticias, optaron por la fácil, la inmediata, la de cierta lógica circunstancial. Quienes pudieron pagarse una prepa privada lo hicieron, mientras que quienes no contaban con los medios, esperaron y bajo la presión, muchos fueron rechazados; al trabajo los menos, otros a la calle, a convertirse en la primera generación de ninis, víctimas de las tentaciones mundanas, las drogas, el alcohol, la delincuencia, algunos más a la militancia ideológica, la guerrilla y la clandestinidad. La presión crecía, las protestas también, nació una rabia nueva.
El gobierno a través de la UNAM funda en 1970, para iniciar cursos en enero de 1971, el CCH (Colegio de Ciencias y Humanidades), descargando de ese modo la presión sobre las pocas nueve preparatorias nacionales que había en la Ciudad de México. Son años muy importantes desde la perspectiva sociológica, el auge de los medios de comunicación, la internacionalización de las tendencias y las modas, el rock, Vietnam, la marihuana y las sustancias de diseño químico, el movimiento hippie, la matanza de Tlatelolco, la represión, los oídos sordos, la Olimpiadas, el Mundial del 70. Se dice fácil, pero se acentúa con esto, por una parte, la globalización y, por otro, la conciencia de ignominia. Es decir, la emergencia de una nueva clase social, la de los jodidos por el sistema.
Luego vinieron años de luchas sociales y de crecimientos económicos exponenciales para unos, de devaluaciones galopantes como la del 76 y del 94, por mencionar las más radicales. Años en que la clase política, preferentemente mestiza, legado de la revolución de 1910, se quiso igualar con la posición de las oligarquías económicas y el uso ad-nauseam de la corrupción.
Lucio Cabañas había orquestado el secuestro de Rubén Figueroa, escandaloso gobernador de Guerrero en 1974. Este hecho dio un impulso al desarrollo de organizaciones sociales clandestinas como el EPR (Ejército Popular Revolucionario) y sus derivados en otras regiones del país. Genaro Vázquez Rojas, activo políticamente desde la década de los 60, fue encarcelado en Lecumberri y liberado por un comando armado, formó la Central Campesina Independiente y fue profesor en la escuela normal rural de Ayotzinapa, recientemente re-afamada con pesadumbre por la desaparición de 43 estudiantes.
Entiendo así el narcotráfico en el país, como la consecuencia lógica de la prevalencia de organizaciones clandestinas en lucha social, inseminadas por la creciente desigualdad, los intereses económicos y la corrupción. El reto en estos asuntos es mayor para el nuevo gobierno de López Obrador, pero es también claro. Queda por verse si estas organizaciones que aún no se han manifestado terminan por creer en el cambio o deciden permanecer en su lucha.
La propuesta de una ceremonia de Fuego Nuevo va en este sentido dirigida a una conciliación, hacia un tratado de Indulgencia recíproca, a una amnistía también, claro, pero sobre todo al establecimiento de diálogos necesarios, a un acuerdo para reconocerse no sólo retórica y voluntariamente, sino de manera activa a través de acercamientos irrenunciables y significantes, de acuerdos improbables, de conductas compasivas que impliquen el autoanálisis, medidas inteligentes de apoyo implicante a los más necesitados, sustanciación de la conciencia civil.
El Fuego Nuevo, lo comentamos en el Kantillán, es el símbolo metafísico, psico-mágico, simbólico y posmoderno de un pacto nacional por una mexicanidad ejemplar. Cinco décadas en frente para construir una nueva ontología. Porque es en la descolonización donde puede gestarse una forma de humanidad incluyente, mestizajes alegres, de actitudes compasivas, ingenierías sociales lógicas, factibles y deseadas, con un trabajo sobre el lenguaje para hacer conscientes las frecuentes denostaciones a personas, comunidades, etnias, condiciones y procurar ponderar a través del conocimiento, valores insospechados y vigentes en recintos de la alta identidad, cotos de comunicación donde prevalece el abrazo de la primera persona del plural (nosotros) por encima de la obtusa primera del singular (yo). Apoyar a los jodidos es trabajar por la paz social, es reconocer que se requiere una actitud de apalancamiento de posiciones previa a la existencia de la igualdad de oportunidades.
La región reclama un nuevo panteón y nuevos liderazgos. Expresiones nuevas y desinhibidas, descolonizadas, apertura de todos los espíritus y trabajo, trabajo, trabajo, mucho trabajo constante, inteligente, con una ruta clara transparente emancipada.
Estas reflexiones ‒pasadas por lo individual irrenunciable, por lo colectivo voluntarista y conciliado, lo familiar, por lo institucional, por lo industrial renovado, por lo gubernamental con sincera vocación de servicio‒ son la apuesta por el resultado de un México y una región ejemplares bien polinizados de estas reflexiones y comprometidos en las acciones derivadas.
Fuego Nuevo, en fin, hecho de un pensamiento compartido, sincero que trabaja en el ámbito individual y en el colectivo, en lo local y universal las reflexiones derivadas de estas consideraciones básicas y primeras que acabamos de describir. Habrá en consecuencia que construir acciones sustantivas con una visión ambiciosa pero realista de los resultados a que tales empeños pudieran conducir en la educación, en la cultura, en la economía, en la actitud, en la construcción de identidad.
La cristalización de estas reflexiones no requiere de un banco de resguardo, ni de cripto-codificaciones, basta con la simple memoria refrescada en el cotidiano a través de una liturgia de recordación. Inscribir el Fuego Nuevo en una memoria física o virtual, tradicional y actual, es el aspecto simbólico de la acción, es la práctica del compromiso.
Se trata sí, de una suerte de Shinto mexicano, del reconocimiento de una fuerza mayor, de un interés superior, de un poder necesario y reverenciado, de una fuerza animadora que no somete, sino que compromete. Es el acto que trasciende lo individual, omnipresente en miradas que se suceden, reconocen y que hacen comunidad. Un Thanksgiving, si se quiere, pero con identidad mexicana, regional, proyectiva y constructiva.
La ventana de oportunidad está abierta. Como lo augura el poema de Nezahualcóyotl, no para siempre aquí, sólo un poco aquí, como una pintura nos iremos (se irá) borrando. Queda en nosotros dar sentido a la oportunidad. ¡Vamos trabajando!
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