Por Gastón Melo.
Il faut toucher l’impossibilité pour sortir du rêve,
Il n y a pas d’impossibilité en rêve, seulement l’impuissance.
[Hay que hacer lo imposible para salir del sueño,
en los sueños no hay imposible, sólo impotencia].
‒Simone Weil.
Las altas identidades, las comunidades, ubicadas en cualquier espacio y en toda condición (incluida la ausencia de territorio) constituyen, por su alta codificación, verdaderos “cotos de comunicación”. En su singularidad y relativa extrañeza radica su valor.
Entendamos por altas identidades aquellas formas de organización social en que el “nosotros” prevalece como base discursiva por encima de individualismos que, aunque posibles y apreciados, se supeditan axiológicamente a la primera del plural.
Desde luego que en esta condición se ubican las etnias, algunas comunidades religiosas, grupos sociales estigmatizados ya sea por una condición social o física. Hablamos así del punto de vista de los totonacas, huicholes, judíos, católicos, de los ciegos, los homosexuales…
En esta nota nos ocupamos preferentemente de los grupos con alta identidad étnica.
Estuve hace una semana en la ciudad de Papantla, en el norte del estado de Veracruz, a sólo tres horas de la CDMX. Asisto allí, regularmente, los días 17 de cada mes para reunirme en Kantiyan (consejo de ancianos) con la comunidad del Kiwígcolo (Señor del monte, parque nacido a partir de un herbolario tradicional y hoy concesionado por el municipio a un grupo de la comunidad totonaca). A la reunión acuden, en promedio, unas 50 personas.
El ejercicio se realiza en una sencilla construcción de tejidos de madera y guano, con trocitos de palo más delgado haciendo las veces de media pared, o de muro mochete y tierra apisonada, el ritual comienza siempre con un trabajo devocional para vestido de la mesa, en este caso el piso. El ejercicio tiene un origen prehispánico y es componente esencial del sincretismo en que se efectúa el Kantiyan.
Ante un altar dedicado al santo patrono de este Kantiyan, San Antonio Abad, cuya fiesta es el 17 de enero, se dispone una ofrenda compuesta de maíz, flores y plantas con referencias a los puntos cardinales.
Se encienden velas y se ahúma con copal, en función del número de personas se disponen sillas y tablones de madera sostenidos por arquetas para que los asistentes puedan escuchar y participar de la ceremonia.
Los asistentes visten casi todos, trajes tradicionales, un calzón de manta y una holgada camisa del mismo material, todos llevan morral y sombrero, sus cuellos lucen un pañuelo trenzado con gusto, bordado con motivos de flores y son colores vivos.
Las mujeres visten sus faldones amplios con bajo fondos que les ensanchan las caderas y se extienden muy debajo de la rodilla, sus blusas son bordadas y generalmente acompañadas de un pañuelo más grande que el de los caballeros, bordado con flores que coinciden con los senos, idea que me aparece como una bellísima metáfora de la vida.
Todos son bendecidos ante el altar por el abuelo Merced, quien nos toma a todos los asistentes con una mano el hombro izquierdo y con la diestra la cabeza mientras reza antes de concluir con una devota bendición.
Don Merced inicia la sesión, lo hace en lengua totonaca y apenas alcanzo a distinguir de vez en cuando una palabra de enlace en español. Su tono es lento, no le corre prisa. Tere, una mujer joven, de unos treinta años, me traduce en síntesis lo expresado por el abuelo ‒la necesidad de ser ejemplares, de cuidar la tradición, de saber hacer observaciones a los menores, de ser buenos y honestos, de estar atentos‒.
Me cede la palabra, soy un invitado y un abuelo más, pero me distingue la condición de Luwan, de extranjero a la comunidad, aunque algunos de los abuelos me conocen desde la última década del siglo pasado cuando comencé a incursionar en ese universo cultural.
Mi intervención está siempre vinculada en esas reuniones a una narrativa que, aunque relativamente improbable, es apreciada. Les procuro una visión del mundo en que viven, conectándola con su cotidianidad por una parte, pero también con su imaginario; hablo de los acontecimientos que mi condición de ingeniero social, de viajero frecuente, lector inquieto y escritor de estas notas, me hace conocer del mundo: Latinoamérica, los acontecimientos en Venezuela y Brasil, Estados Unidos, la migración y las actitudes del presidente Trump, de lo que ocurre en Europa con la salida de Inglaterra de la Unión Europea, de Medio Oriente y sus conflictos; les hablo de México, de las nuevas políticas, de los modos en que siento a éstas conectarse con algunas oportunidades para el pueblo totonaco.
Los abuelos me escuchan con atención, interesados por estos temas de los que poco les hablan, que poco se les refieren y que son asunto del cotidiano de quienes vivimos en las bajas identidades de la vida globalizada y urbana.
En las semanas previas había estado trabajando un documento que los propios abuelos habían producido en relación con su cultura, el parque del Kiwígcolo y la solicitud de algunos apoyos al municipio, al estado y a la federación.
Mi trabajo, dialogado con Tere López, amiga papanteca que es también analista financiera en una institución bancaria de la Ciudad de México, con mis amigos Jesica e Ismael Toyos, busca dar fuerza a su solicitud y dignificar el intercambio con las autoridades nacionales vinculadas a su problemática, en los tres órdenes de gobierno.
Cuando leo la parte medular de la propuesta, recibo la mirada de la representante del DIF local y encargada del parque, siente que hay algo allí que puede molestar a la presidenta de su institución y no es para menos, ya que entre otras cosas se solicita la custodia del parque para la comunidad y los recursos necesarios para la animación de otros parques incluido el gran recinto Takilhsukut, que desarrollamos con el Gobierno de Alemán hace unos 20 años. En pocas palabras, el resentimiento viene porque de alguna forma se evitaría la administración del parque por parte únicamente de las autoridades municipales.
Otros abuelos intervienen, la conversación se anima, el abuelo Gerardo, quien preside el Kantiyan del Takilhsukut, hace un exordio al trabajo y da en aval el ejemplo de su vida, es el trabajo lo que le ha ayudado a crecer económicamente sin perder sus tradiciones, su voluntad de trabajador cumplido y hombre de ambiciones claras le ha motivado para ir realizando sus sueños, los de un totonaco trabajador y bien administrado. Habla Gerardo de su idea de la administración, dice que él entiende básicamente que hay entradas y salidas y que estas últimas no deben superar a las primeras.
Don Gerardo soñaba con una casa sencilla largada de un corredor amplio y ventilado para forjar una familia, con tener su ganado, con hacer todas estas cosas desde la tradición y su cultura. Es el líder del Kantiyan del Takilhsukut (nombre con que es bautizado el parque temático contiguo al sitio arqueológico del Tajín y que significa: el principio) y una figura clave en el parque del Kiwígcolo.
Celso, quien me introdujo al Kantiyan del Kiwígcolo, y que no es abuelo todavía porque no alcanza la edad, pero que, con una larga trayectoria de militancia política, particularmente alrededor de Samuel Ruíz en Chiapas, es escuchado con atención, habla de la posibilidad de desarrollar cultivos orgánicos en la zona del Totonacapan. “Esto ‒señala‒, traería mejor salud, más larga vida y mejor economía para los habitantes de la zona”. Recuerda cuánto se comía y se cosechaba en su niñez y lo que se ha perdido a causa de los herbicidas y otros artificios que han descuidado cierta riqueza herbolaria, biodiversidad, especies animales y que sólo contribuyen a desarrollar los monocultivos, haciendo perder el potencial de lo orgánico y natural.
La maestra María Lilia González, psicóloga y trabajadora social voluntaria en la zona, también interviene y expresa la necesidad de socializar la propuesta con otras comunidades del Totonacapan, como las mujeres de Talpán, que tienen un proyecto de desarrollo comunitario a través de un observatorio ciudadano en Koyusquiwi. Se trata de sumar; apunta y sugiere mantener algunos conversatorios ciudadanos previos al próximo kantiyan del 17 de marzo, para socializar la propuesta e integrar algunas iniciativas que están ya haciendo camino en la región. Su moción es aceptada.
Ismael Toyos Trueba, quien pertenece a una de las viejas familias papantecas (vieja de un siglo solamente) instalada en Papantla de Olarte, con sus raíces cántabras, como las del presidente López Obrador, apunta la importancia de la comunicación entre papantecos, entre paisanos, independientemente del origen étnico.
“Es tiempo de mejores conciliaciones” ‒apunta‒, y propone trabajar juntos en el desarrollo de una ganadería orgánica y no reforzada hormonalmente con semillas y pastos genéticamente modificados, sino a través de rotación del ganado en pastizales variados, a través de una tecnología innovadora que ha estado desarrollando. Describe los problemas de la ganadería en la zona y la competencia con los grandes productores nacionales. Señala que ante el panorama de los casi monopolios como el de la carne o el de la leche, la alternativa orgánica puede ser una solución.
La reunión fluye con el interés de todos, el abuelo Benito, secretario del Kantiyan, distingue lo esencial de las intervenciones expresadas, algunas, por cortesía, en español.
Las abuelas en esta ocasión prepararon un mole totonaco, de guajolote, generoso, consistente y con un sabor inigualable, menos dulce que el poblano y algo más caldoso, ¡exquisito!
Los grupos de alta identidad están siempre en construcción y éste es un caso que lo hace palpable. Las reuniones en Kantiyan, que son a la vez religiosas, rituales, significantes, trascendentes, sencillas, horizontales, pero respetando un orden, amables, atentas y generosas por la entrega de todos, son la base de una forma distinta de comunicación. Son el reflejo de un refugio del sentido, de transparencia y de verdad.
Estos “cotos de comunicación” son, en síntesis, no sólo ejemplo sino una motivación para que, ante el nuevo estado de cosas, de cosas políticas del país, podamos practicar más a menudo, en toda la geografía y en todos los ambientes, industriales, familiares, académicos, intelectuales, populares, vecinales, gremiales, estos ritos de comunicación que promueven un sentido pleno de la existencia, transformando vidas, tejiendo denominadores comunes y haciendo país. Ese país mejor que todos queremos y que parece asomarse, observémoslo bien… allá en el horizonte.