Por Gastón Melo.
Una forma de pensar hoy al sistema social es a través de los servidores que contienen nuestros biométricos, actitudes, opiniones, comportamientos, situación económica, redes, formas de obtener placer, nuestras proveedurías, formas de alimentación, nuestra higiene física y mental, lo social, dónde vamos, compramos, nos divertimos, transgredimos. Lo contienen todo y con una manipulación pueden saberlo todo, basta la voluntad de interrogarles.
Esos servidores en su mayoría los proveen Rusia, China y Estados Unidos, en una carrera en la que los ciudadanos son sólo el escenario en que se desarrolla una batalla no sólo comercial, sino estratégica para establecer la nueva ingeniería social basada en el conocimiento y predicción del comportamiento humano, siguiendo la irrenunciable ecuación según la cual, si se conocen las variables del estímulo y las del organismo que lo recibe, es relativamente fácil predecir el comportamiento.
Nada es nuevo, sin embargo, cientos de miles de páginas, decenas de filmes ficción y documentales se han empleado en glosar esto y no vamos a aportar datos nuevos desde la perspectiva acusatoria. Quisiera en estas notas que me acompañen en una reflexión para la cual todos tenemos una base de ideas y experiencias. Pensemos en quienes guardan nuestros datos y para qué pueden servirles.
Monetizar, politizar y socializar el empleo de los datos es lo más importante para los propietarios de esos servidores que, desde luego, se hacen pagar por los prestadores de servicios de primer plano como las aplicaciones en nuestros teléfonos o las agencias de publicidad. El dato, sin embargo, interpretado a la luz de algoritmos y codificaciones especiales permite entender el comportamiento humano desde una perspectiva más amplia, establecer parámetros y tendencias.
El comportamiento humano es siempre predecible en la medida que sea capaz de conocer –como señalamos antes– las variables asociadas a los estímulos que intervienen y al organismo que los vive e interpreta. Así, el comportamiento, generalmente reactivo, es una función constante de la combinación de estos estímulos y se expresa a través de la trayectoria vital de la persona.
El individuo (operador humano) sometido a una serie de mensajes, presiones, frustraciones, micro-placeres, micro-miedos, micro-angustias y sensaciones, es perfecto y asombrosamente predecible en un altísimo porcentaje. Las variables genéticas, biológicas, psicológicas, sociológicas, culturales son todas accesibles en los poderosos servidores y lo son cada vez más en la medida que avanza la tecnología.
Los determinantes ambientales, climatológicos, comunicacionales (los mensajes a los que se somete una población en las redes sociales y los medios tradicionales), políticos, familiares, educacionales, el día de la semana, la temporada vacacional, el trabajo en casa –que es una fuente riquísima proveedora de nuestros datos comportamentales– constituyen en conjunto la base de estímulos que determinan tipos clasificables de comportamiento.
Y es que si somos predecibles somos menos peligrosos, nuestra propensión a generar disrupciones, eventos no programados, se reduce ante esta inteligencia de las cosas. Gozamos de menos libertad, cierto, pero vivimos menos sujetos a los antiguos accidentes de la cotidianidad.
De esta suerte, los “márgenes de libertad” se reducen significativamente para no dejar sino unos cuantos intersticios en los que la individualidad puede expresarse de modo marginal, como si fuese el accidente y no la constante. La libertad es el evento, es decir, la variación perceptible en un medio ambiente estable.
La libertad es, en consecuencia, cada día más improbable, ya no se trata del “Do it before it is taxed or against the law” de los americanos, sino de pequeñas rupturas voluntaristas en el cotidiano y que constituyen formas de expresión que caracterizan y distinguen, que hacen “persona”, que individúan.
Antiguamente existían oráculos, el de Delfos –sin duda el más famoso–, pero también existían oráculos celtas como el de la isla galesa de Anglesey, penosamente destruido por los romanos, el oráculo de Dharamsala entre los budistas del Tíbet, el de Upsala para los vikingos y en México los oráculos mayas del Kab’ul (la mano milagrosa) en Izamal, Yucatán, o el Tonalámatl del Tonalpohualli en el calendario Azteca, en el Perú y en numerosas culturas africanas; donde vayamos encontraremos siempre esta vocación de saber el destino de las personas.
La hora, el día en que nacimos, las relaciones astrales, los datos históricos, las runas, las piedras de los j-menes mayas, las plantas de los druidas, los cantos de los chamanes en la estepa, la observación de las estrellas; todo contribuye a precisar los destinos, a determinar los nombres de las personas, a especificar sus vocaciones, a establecer trayectorias de vida.
Hoy, esos oráculos están establecidos de manera física en los servidores, son entrópicos, es decir, caóticos mientras no se les hacen preguntas, pero devienen en información cuando se establecen algoritmos que dan sentido a los datos. La empresa que epitomizó para las generaciones de millennials y centennials esta función, fue la multicitada y mediatizada, Cambridge Analytica.
En México, las encuestas, en ocasión del proceso electoral reciente, no se equivocaron, rindieron cuenta de sus resultados con particular pundonor, nos dieron un panorama asertivo que concuerda con los resultados. En breve, apuntaron también a una ingeniería social que va en el camino del fin de la historia.
Sería caso que, en vez de política, los partidos trabajaran más sobre formas de ingeniería social para que los individuos decidan sobre el devenir de sus sociedades. Ser más libres o más seguros podría ser un nuevo dilema de las sociedades.