Por Gastón Melo.
Durante seis meses sostuve, gracias a la introducción de mi sobrino Eduardo S.M., buenas, amenas, a veces largas y siempre emocionantes conversaciones virtuales con Richard Hansen, uno de esos personajes que tienen bien labrado su lugar en la historia de la arqueología maya.
Richard es experto mayólogo, su nombre tiene sitio garantizado en el mismo libro donde se inscribe el linaje de John Stephens, Thompson, Teobert Maler, Sylvanus Morley, Alfred Maudslay, Brasseur de Bourbourg, Michael Coe, Frans Blom, Yuri Knorozov, Tatiana Proskouriakoff, Linda Schelle, Manuel Gamio, Alberto Ruz Lhuillier, Luis Millet y, otros hombres y mujeres mordidos todos en los últimos dos siglos por el virus incurable que atrae al aún primer análisis de esos más de tres mil años de la cultura desarrollada en el espacio de la identidad maya.
Mis intenciones de intervención en la zona, miles de páginas de lectura y exploración en librerías, bibliotecas y las conversaciones con Hansen me llevaron a lecturas y éstas a necesidades más específicas como el manejo del idioma, las formas de pensamiento, de manejo del tiempo y de expresión, para entender aspectos concretos de esa realidad en que se sustancia esa cultura. Para atender algunas de mis necesidades de formación, se fue haciendo imperativo viajar a El Mirador, la cuna del preclásico, ese sitio de difícil acceso al que decidí acudir como si se tratara de un llamado espiritual.
Acordadas las fechas, después de dejar Mérida y antes de llegar a Chetumal, a la altura de la laguna de Bacalar, tomamos un taxi previamente convenido que nos dejó en la frontera con Belice. La garita es sencilla con sus edificios modestos, suficientes, sin embargo para atender en tiempos de pandemia hay un escaso flujo de visitantes. Los servicios son amablemente despachados por esos mayas mezclados con ingleses y africanos que hablan inglés, español, creole y otras lenguas a veces.
Los beliceños, amables, profesionales y claros, no olvidan su pasado pirata y suelen ser afanosos del dinero también. La política del país obliga a reservar por tres noches un hotel de los que ellos llaman gold standard. Uno debe arreglarse creativamente para, como en mi caso, reservar tres noches, redimir una y cancelar dos. Hechos los arreglos, en otro transporte igualmente convenido con anterioridad, fuimos conducidos a la ciudad de San Lorenzo, en Belice, cerca de la frontera guatemalteca donde pernoctamos.
Tras una buena cena y bendecidos por una agradable noche tropical, cerca de la frontera en el sitio de Melchor de Mencos, avanzamos hacia la garita guatemalteca. Allí, Eduardo D., mi compañero de viaje, decidió no continuar la travesía ante la imposibilidad de regresar a Belice por el mismo punto y atendiendo a la decisión previa de otra compañera de viaje de permanecer por razones de enfermedad en San Lorenzo.
La suerte estaba echada, viajaría solo hasta El Mirador. Un nuevo transporte, guatemalteco esta vez, debía conducirme hasta la Isla de Flores. Atravesamos el puente donde confluyen los ríos Mopán y Chiquibul, y continuamos nuestro camino por la zona lacustre.
Pasamos así algunos humedales como el lago Macanché, donde vimos unas hermosas lavanderas, hundidas hasta la cintura, haciendo singular faena en un inconsciente uso de los detergentes. Dejamos al dulsalado lago para llegar, luego de un par de buenas horas, al lago Petén Itzá donde yace la coqueta Isla de Flores.
A la entrada de la Isla se encuentra el hotel Maya Internacional, donde el profesor Hansen me había dado cita para encontrarme con el helicóptero que sirve de abastecedor de esenciales al campamento El Mirador. Avisté a mi llegada el pequeño vehículo de cuatro plazas que habría de llevarme hasta el campamento luego de 45 minutos. Cargados con carburantes, vegetales y otros enseres emprendimos vuelo.
Giovanni, el piloto, tuvo la gentileza enorme de pasearme en el trayecto por algunos sitios, mostrarme las grandes avenidas trazadas y construidas en el preclásico. Sobrevolamos El Tintal, parada obligada de quienes hacen en dos o tres días el recorrido a pie, otra alternativa, casi única, de acceso al sitio. Sobrevolamos así Nakbe’ y La Danta, dos de los principales conjuntos arquitectónicos intervenidos por los arqueólogos, arqueólogas, ingenieros y trabajadores desde hace más de 40 años bajo la dirección del sabio Hansen.
Tras el suave aterrizaje, fui conducido por Adelfo, el brazo derecho y coordinador logístico del proyecto, hacia la casa del Maestro, a unos 300 metros del solar en que se estableció el helipuerto.
Desinhibido y directo, Richard abordó en esta primera conversación el delicado tema del narco y el lavado de dinero en la zona. Me explicó con detalle cómo los ganaderos y los rancheros de la periferia de esa cuenca, relativamente protegida, son grandes alcahuetes, lo son también los chicleros y madereros que abren espurios caminos a los adinerados delincuentes. Un cementerio de aviones –incendiados a propósito después de vaciarlos de su valiosa mercancía– testimonia no lejos del sitio, en tono y la dimensión de los intereses.
Me mostró algunos mapas satelitales de las zonas de protección que a todas luces dimensionan con contundente evidencia la extensión de la tragedia y apuntó vehemente –como lo había hecho ya en otras ocasiones durante nuestros conversatorios digitales–, la necesidad de “resetear el chip de la humanidad” a través de la adopción de nuevos valores y principios personales para poder salvar este extraordinario y frágil biotopo, y el planeta también.
En las fotografías satelitales del sitio es posible percibir el peligro y la situación de debilidad y en franco deterioro ambiental; incontable número de potreros, ranchitos, pastizales para el ganado, aserraderos. Los petroleros, narcos, constructores de carreteras terciarias, explotadores de la palma africana, son los zopilotes que vuelan en torno a esta riqueza extraordinaria que representa la cuenca Calakmul/Mirador.
Hansen ha dedicado buen tiempo y publicado varios artículos específicamente sobre las posibles implicaciones económicas para las comunidades si se hiciera una reorientación de la zona hacia el ecoturismo y la conservación.
Su idea es promover una suerte de santuario cultural y natural, sin carreteras y sin pistas. Eventualmente, sólo con un tren que permita el acceso. En nuestro país, la idea es lisonjera para Rogelio Jiménez Pons, empeñado todos los días en la defensa del proyecto del tren maya que justamente tiene proyectadas a futuro algunos ejes hacia la zona de Calakmul. La cantidad de camiones entre Escárcega y Campeche echan más diésel que cualquier tren, apunta Hansen abonando en positivo a la idea mexicana.
Después de la plática iniciática y habiendo bautizado a mis interlocutores con unas gotas de buen Mezcal Jabalí, haciendo emerger al hacerles frotar entre las manos el espíritu de la bebida, sus condiciones de cocción y sus térreos perfumes, sin beberlo, pero inspirados de él, tomamos un vehículo eléctrico en forma de escarabajo para dirigirnos a la base de La Danta a unos dos mil metros del campamento.
Se trata del edificio más alto entre las construcciones mayas conocidas. Unos 86 metros de altura en tiempos de su esplendor, incluida su crestería. El templo de la serpiente bicéfala en Tikal tiene 70 metros y siendo imponente en su unidad no tiene la altura de La Danta.
El edificio no se dimensiona de la misma manera, su base enorme remata, antes de llegar a su cima, en tres explanadas ceremoniales que hacen más discreta su arquitectura que sólo se aprecia una vez conquistada su fresca y ventilada terraza ceremonial superior desde donde puede mirarse casi toda la cuenca. Me explicaron Hansen y Adelfo que desde Calakmul se alcanza a mirar La Danta, pero no lo contrario.
El espacio contiene todas las historias imaginables, esos ocho mil ciento y pico kilómetros cuadrados, cerca de un millón de hectáreas, representan el universo en que florece el período preclásico maya. Existen más de 110 sitios arqueológicos bien localizados y muchos aún inexplorados. Hansen, al ritmo de sus –en ocasiones– más de 400 trabajadores en el campamento, apuntó que tiene trabajo para los próximos 500 años.
Habría que imaginar esta cuenca habitada hace dos mil quinientos años por más de tres millones de personas, con 4 mil kilómetros de terrazas de cultivo para el maíz, la calabaza, el chile, la pimienta o los recados y otras especias. Con sus templos, La Ceibita, el Tintal, el Tigre, Pedernal, los Monos; monumentos, estelas y caminos blancos (sakbés; algunos de 40 metros de ancho, 6 de alto y 160 kilómetros de largo), sus caprichosos y de alto mantenimiento Halach-Uíinic, sus sacerdotes, guerreros, campesinos, escribas, comerciantes, constructores, parteras, vestales, danzantes, personal de servicio; pensarlos en sus intercambios con otras culturas, sus caprichos humanos, el abuso y la devastación del espacio hasta su colapso allá por el año doscientos de la era cristiana. Todo esto para dar sentido histórico a esa selva tropical que ha invadido todo para dar otra vida, quizá otra oportunidad a ese espacio magnífico.
La selva tropical, ¡oh paradoja!, no es la que hoy percibimos, sino la que rodeaba entonces a este espacio. Allá por Tikal, más allá de Flores, en ese entorno convivían el jaguar, el jabalí, venados, faisanes, tucanes y pavos salvajes. Hoy las zonas urbanizadas y las carreteras son el espejo del colapso de hace cerca de dos mil años.
En los edificios del preclásico, el patrón tríadico es fundamental, un triángulo formado por un edificio en el ábside y dos en el proscenio componen un espacio que es referencia y metáfora de la triada primigenia, la del jaguar celestial, arquetipo del k’óoben o fuego de tres piedras que hoy se encuentra en todas las cocinas mayas y del que hablaremos más adelante.
El origen de esta concepción tríadica es único desde toda perspectiva; había escuchado algunos relatos a propósito, pero me hacía falta sustanciarla como ocurrió en la siguiente experiencia extraordinaria: al tercer día de mi estancia en el campamento, Richard me mostró algunos de sus descubrimientos más significativos. Me impresionó el friso de un edificio en la acrópolis llamada Tigre. Allí con la misma calidad de conservación que en Ek Balam, en Yucatán, retirando unas enormes esponjas de polímero ligero, aparecieron explícitas, bellísimas y didácticas escenas del Popol Vuh, en ellas los gemelos Ixbalanke’ y Hunabku’ nadan en el Xibalba’ (inframundo) parten al rescate de sus progenitores, la primigenia pareja de gemelos que habían sido devorados por los señores del Xibalba’ y que entre las temibles fauces de jaguares se perciben a través de los bajorrelieves de estuco y ante la presencia del viejo Zamná en una evocación de ave entre dos gigantescos mascarones, uno de ellos bastante bien conservado. El conjunto mural parece vestibular en uno posterior, un par de estanques conectados por una pequeña cascada, las piscinas largan el edificio y su uso debió constituir un sensual placer de los gobernantes del tiempo.
Luego de caminar poco menos de medio kilómetro, llegamos a la estructura 34 donde Richard Hansen se afanó en aplicar la aparentemente compleja combinación para abrir el candado de una pequeña puerta lateral de un edificio del complejo del Tigre, al otro lado de la amplia calzada prehispánica.
La puerta una vez abierta nos condujo hacia una construcción anterior a través de un túnel estrecho y apuntalado con un sistema parecido al de una vieja mina más afanosa del tesoro interior que de la seguridad de quienes penetran en ella para obtener el metal. Una pequeña y ruidosa planta eléctrica asegura el abasto para encandecer unos cuantos bulbos dentro del edificio. Nos cubrimos la cabeza con unos cascos que más evitaban el rasparse el cráneo que asegurar la protección en caso de una falla en la estructura. Tras andar unos 20 metros llegamos a un pasillo angosto sobre el que doblamos primero a la izquierda para encontrarnos con el remate bajo de una escalera aún poco consolidada. Desde esa base montamos por una escalerilla de palo para enfrentar a pocos centímetros unos mascarones con rasgos negroides y un extraño dibujo donde confluyen tres extraños círculos color rojo oscuro.
Representan, señala Richard Hansen, la triada primigenia aquella del primer Huracán el de la luz primera. Los mayas habían observado que, en la constelación de Orión, en el centro del triángulo formado por tres estrellas Alnitak (primera del cinturón de Orión) Rigel y Saiph, se encuentra la nebulosa M42 o Messier 42 a unos 1344 años luz de la Tierra. Hoy sabemos que ese lugar es el probable origen del Big-Bang, por lo menos de las estrellas de la galaxia entre las que se cuenta sin duda en nuestro sistema solar. La edificación en que se despliega este dibujo data, según las pruebas de C14, del año 500 o 600 antes de nuestra era, es decir, unos dos mil quinientos años.
Pensemos en la lectura a simple vista de esta complejidad, imaginemos las discusiones entre astrónomos mayas que después de observar estos círculos rojizos en el cielo (probablemente durante generaciones), convienen que se trata del horno primigenio y determinan luego que es el lugar desde donde se origina la vida, sí, la vida, así de simple, de radical y de contundente.
Vayamos después a la data proporcionada por el telescopio Hubble, lanzado a principios de los 90, que recoge las más consistentes imágenes del espacio sideral, de la galaxia y del universo, y sorprendámonos cómo es natural al aprender la coincidencia con aquella observación de los mayas hecha a simple vista hace más de 25 siglos, con la perfecta visión de la nebulosa que engendra estrellas y que estudian hoy los expertos en astrofísica en sus sofisticados laboratorios.
Esta mañana al contar la historia en mi comunidad religiosa en el Centro de Exploración del Pensamiento Crítico (CEX), mi amiga Tere I. me dijo risueña, inteligente y curiosa, “tú sigues en un viaje de ácido desde que regresaste de El Mirador”. Reímos y nos miramos cómplices de una realidad difícil de digerir. Es mucho para procesar. Richard Hansen me provocó el psicodélico viaje a la realidad que de nuevo rebasa toda ficción.
La glosa de un viaje puede ser infinita y El Mirador nos da para un nuevo artículo que prometemos pronto. ¡Salud!