Por Gastón Melo.
Es lógico, dirán algunos, pero no por tanto menos sorprendente, reconocer el cierre constante de comercios de toda naturaleza: bancos, restaurantes, tiendas de ropa, misceláneas, refaccionarias, el crecimiento en las ciudades de una mendicidad organizada o no, con tintes cada vez más agresivos y culpabilizantes.
Es igualmente triste el percibir las ahondadas divisiones entre los grupos sociales antes más o menos tolerantes los unos de los otros. No, no se trata de la pertenencia o no a un partido; durante mucho tiempo panistas y priístas se soportaban y dialogaban, los perredistas, salvo en su fundación, cuando no oportunistas, se les miraba como miembros de un partido extraído de un marxismo que necesitaba ser aforado y que se vacunaba con dosis de pragmatismo neoliberal en algunos casos, cuando no, a base del billeteo en los cuerpos legislativos al que todos, en mayor o menor medida, le fueron entrando. Esto, hasta el colapso peñista en que la corrupción si bien no fue necesariamente mayor que en otros tiempos, sí se hizo más evidente gracias a los mecanismos de transparencia, las redes sociales y el crecimiento de las desigualdades.
Hoy es, sin embargo, mucho más preocupante, más pervertida, la división provocada no entre chairos y fifís renombrada y siempre existente, sino la ruptura entre familias donde se toma partido sin conocimiento de causa, sin referentes reales, sin razones lógicas.
Yo no soy chairo porque no defiendo con sorna y desde el poder las posiciones arbitrarias tomadas por el Ejecutivo, pero soy aún más refractario a las posiciones de un sector, quizá el más influyente del fifíato que insulta, se ríe y se siente activista porque azuza sin participar en las marchas manipuladas y vacías, y no piensa más allá del fondo –sin fondo– de sus bolsillos.
Y parece, sin embargo, que no hay cancha para los verdaderos críticos del sistema, no sólo del gobierno, no sólo de la industria, no sólo del neoliberalismo o del ostracismo manipulador del presidente del país, porque la caída de la nación mexicana es la de los ciudadanos desarmados de recursos críticos y obligados a las militancias del estar conmigo o contra mí. Los altos gobernantes y algunos oligarcas piden definiciones, mientras otros se pliegan al modo del poder absoluto en turno, callan en lo público, se cuidan en lo privado y negocian en la sombra del Palacio.
La pandemia trajo la gatellización y sus informes cotidianos. Primero salud, pero también otros, la Cancillería, Hacienda, Gobernación, los que aún gozan de voz porque los demás están callados y contentos con su poder oscuro. En el Legislativo, salvo Porfirio Muñoz y Arturo Monreal, con las distancias que cada uno ha sabido tomar, también hablan mientras los corifeos escogen su fracción.
Demasiada atención se presta a otros, quizá más influyentes, pero menos fuertes en el contenido de sus expresiones. Esos que sólo han sabido repetir la voz del amo como Mario Delgado que, aunque queriendo, no ayuda con su posición a su carnal y verdadero representado en intereses. Delgado en Morena es un poder demasiado anodino por falto de discurso, vamos, de retórica propia.
En los partidos políticos queda muy poco, aunque al dinosaurio se le mueve una patita, como declarara recientemente un comentarista, en lo institucional-ideológico el PRI está perdido, pese a sus triunfos recientes en algunas elecciones locales en Coahuila e Hidalgo; el PAN pierde la brújula con base en las atracciones y los intereses angulares de sus líderes; el PRD es una mala broma ya y Morena padece un desamparo hasta de la mano del presidente. Los Verdes, los del Trabajo y los de Movimiento Ciudadano quieren existir, pero no les alcanza. Los otros, Fuerza Social, Encuentro Solidario y Redes Sociales Progresistas están al tono del mejor inversionista y postor.
Vamos en el 2021, por lo menos así parece, hacia unas elecciones donde emergerán liderazgos insuflados por poderes que aplicarán su fuerza al tenor de los tiempos y se someterán a negociaciones cupulares para decidir los rumbos y los resultados.
Los movimientos de pacotilla, balones inflados con gas helio light, se levantan sí, pero a penas sobre las cabezas de quienes los animan y no les dan –pese al dinero que invierten– los argumentos para sostenerse con aliento largo y se pierden.
Los anuncios de ruptura en Jalisco y Coahuila no hacen eco, pero –como hemos señalado en esta columna desde hace varios años– esa ruptura se va haciendo cada vez más evidente. El país ya tocó fondo, o lo inventamos prospectivamente y sanamos las llagas históricas, o nos vamos cada cual pa’ su rancho. Las repúblicas de Tejas y de Yucatán son reales en la historia y cada una asumió su destino.
El país necesita una inteligencia fresca, de esas que no se dan en maceta, de esas que no salen en la tele, los mejores centros de formación están por una parte en las poblaciones lastimadas y asumen su seno histórico, Ayotzinapa, por ejemplo, la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), la Universidad Intercultural del Mundo Maya, en el municipio de José María Morelos en Quintana Roo, también están en el extranjero y se duelen del divorcio entre sus teorías y la pragmática del hiperrealismo mexicano. Pero sus inteligencias no se escuchan, sus redes están encapsuladas.
Un proyecto político –que no sobra apuntarlo– debe pasar por la inteligencia metódica de la realidad, la acción ejemplar de los líderes en quienes se lee la trayectoria y la vida con facilidad. La inteligencia es producto del trabajo sustantivo y sustanciado, y la buena observación bien proveída de instrumentos de acercamiento y de objetivación también. Hoy no los estamos empleando, aunque existan.
Todo se está rompiendo en el país, sólo la rabia permanece como elemento aglutinador oponiendo sentido entre las mayorías silenciosas y las minorías perversas. Convenía ayer con un joven político de Yucatán lo difícil que es reconocer en el país una identidad. La respuesta fácil nos llevaría por la multiplicidad identitaria, pero la ingeniería social motiva a un reconocimiento común basado en las motivaciones compartidas, en un imaginario por alcanzar con base en un contrato social. Solidaridad e inclusión, mitigación de la desigualdad, educación, son elementos que en el camino de la construcción del imaginario colectivo aparecerían de modo evidente y rápido para con urgencia enderezar el rumbo y crecer.
Mientras, seguimos en la contradicción de gobernadores que amenazan con romper el Pacto Federal, tiran la piedra y esconden la mano, y señalan que la ruptura no está en sus agendas. México ha olvidado la acción para refugiarse de nuevo en la palabra vacía. Esto duele sin duda, pero de una dolencia que es más producto de la frustración de décadas, de siglos de ansiedad de ser y por la incomplexión de un modelo nacional que anime, convenza y se comparta: México se achica.