Por Gastón Melo.
Vivo fascinado con la forma de entender y explicar el mundo desde la identidad, el orgullo y la cultura de los Mayas.
Los mayas son de esos cada vez más raros grupos de personas que saben con confianza decir el comunitario “nosotros”. La cultura se extiende y desenvuelve hoy en la península de Yucatán, territorios de Tabasco, Chiapas, Oaxaca, Veracruz y al menos cuatro países centroamericanos: Belice, El Salvador, Honduras y Guatemala.
Para entender la cultura maya necesitamos remontarnos en el tiempo. Con un esfuerzo mental ubiquémonos hace dos mil quinientos años, es decir unos 10 siglos antes de la era cristiana y 25 siglos antes de la llegada de los europeos al territorio, hoy considerado, americano.
Miraríamos entonces, desde la altura de un cerro, de una elevación cualquiera en la cuenca del preclásico (que por cierto los arqueólogos consideran el verdadero clásico) al sol que irrumpe con sus rayos de guacamaya en fuego, la noche perfumada y la humedad de la selva, observaríamos un enjambre de caminos que conectan templos y ciudades en medio de una exuberante naturaleza.
Habríamos escuchado, visto y sentido la diversidad de aves, jaguares y felinos, venados, tapires, jabalíes, osos. Imaginémoslos yendo a los humedales para saciar su sed y observemos en el horizonte una estructura piramidal integrándose armónica al paisaje, es un templo dedicado a honrar al astro mayor que es origen de la vida.
En la cima del edificio altísimo, de 70 metros, el Yahau kaan, príncipe de los sacerdotes, afirma en su cráneo deformado el tocado de enormes plumas de quetzal. Precede al joven sahumador que porta el incensario ardiendo con copal de olor intenso. El personaje saluda a los cuatro respetables rumbos, sostenidos por los Bacabs: Lak k’ínn y se inclina ante el rojo-oriente; Nojol saluda al amarillo sur, gira en sentido contrario y va al blanco norte, al Xaman donde hace una reverencia, luego gira al poniente donde la piedra es negra, el Chik’ k’íin y sostiene un largo instante su gesto ritual.
Le acompañan algunos tunkules, percusiones de todas dimensiones, armónicos suenan acompañando cada reverencia. El sacerdote muestra sus dientes limados y eleva su mirada al ka’an, donde 13 cielos acaban de revelarse con el amanecer. El oficiante se hace antena conectiva con el universo en ese punto central: es el chúumuk, el vértice del mundo. Mientras, flautas de carrizo alternan sus chillones cantos con las trompetas que hacen escuchar su oquedad de madera ligera y unas caracolas roncas anuncian la llegada del Túumben k’íin: el nuevo día.
A sus costados, otros oficiantes con incisiones en el cuerpo, tatuajes y vestimenta ritual, sus rostros intervenidos de signos índigo, colorados y negros siguen con orgullo la ceremonia. Sus orejas perforadas portan rituales anillos, sus narigueras revelan su casta.
En una terraza amplísima, del templo solar, un grupo de mujeres altivas miran en silencio y portan sahumerios. Continuemos nuestro viaje imaginario en el tiempo sintiendo el profundo poder de aquellos altos oficiantes y acompañemos, con un esfuerzo mental, la forma de vida de una de las más intrigantes, misteriosas y ricas civilizaciones en el planeta: la maya.
Estamos en el corazón del Petén, en la cuenca húmeda que hoy conocemos como Calakmul/Mirador. Miremos con detenimiento –sin la prisa líquida y moderna de hoy– a las antiquísimas ciudades: Nakbé, la Danta el Tigre, Monos, Kalakmul.
Observemos la efervescente comunidad: activa, opulenta, afanada desde su división del trabajo en las distintas labores que reclama el crecimiento de la ciudad y el sostenimiento de los grandes señores: los Yuumes, Balames y Ahaus.
En las terrazas donde se cultiva el sagrado maíz, expertos en el oficio, piden permiso a los señores del monte, sus yuumtsilo’ob, para iniciar su labor.
El maíz se siembra siempre y se cosecha a veces si las lluvias y las plagas son benignas. Interminables se extienden las terrazas que son, en este período del año 600 antes de nuestra era, la forma privilegiada para la cultura de esas plantas que aseguran su alimento primordial el ixi’im el sagrado maíz.
A través de las calzadas blancas, los sakbés, grandes árboles de zapote, las matas chicleras hacen sombra en los bajos húmedos para que crezca el kakaw, la planta ritual, nocturna que los gobernantes tanto aprecian.
Más cerca de las casas, huertos de calabaza, achiotes, íikes picantísimos, chiles que son metáfora del gozo ardiente del sol, la yuca, la papa dulce, el ramón.
En los mercados sobresalen colores de exóticas flores y frutas, hay también cuencos y metates, telas, mantas y plumas de aves raras de riquísimos colores.
Todo tiene apariencia de un ritual vinculante y profundo, la vida tiene un orden. En el calendario, todas las fechas siempre se basan en un referente astral, épico en ocasiones, marcando la apertura y cierre de los ciclos, de las estaciones, de la vida litúrgica de la sociedad, los nacimientos, la iniciación a la vida adulta, la virginidad y el tiempo de los esponsales.
El movimiento de Venus prevé con evidencia y transparencia para los gobernantes los ciclos buenos y malos, los eclipses, la posición de la estrella-guía: Venus, el ciclo de las constelaciones, las sequías y la abundancia.
En otros sitios algo alejados de la cuenca, como en el templo de Kab-ul (la mano milagrosa), en Izamal, los augures establecen el tzol-k’íin basados en las observaciones de los astrónomos. Se hacen cuentas, se calcula el tiempo, la fatalidad y los ciclos favorables.
Llegado el año 250 ya de la era cristiana, casi un milenio más tarde, los poderosos teotihuacanos en alianza con Tikal y, más tarde con Kalakmul, invaden hasta dominar aquellas grandes ciudades diezmadas por hambrunas y querellas intestinas en un periodo de grandes sequías. Todo esto, cuenta la historia, antes de la dominación de Teotihuacan sobre Tikal.
La guerra entre hermanos mayas terminó favoreciendo al aliado extranjero. El clásico maya refleja el auge de Teotihuacan que domeña desde el centro de México hasta Centroamérica.
Pero no fue ese el único período de dominaciones extranjeras en aquella región, después de 500 años de hibridaciones, desarrollos científicos y desde luego de la escritura, que alcanza en ese período su máximo esplendor, viene una nueva invasión, esta vez al norte, en la península de Yucatán donde fueron desplazados muchos pueblos mayas después del colapso del preclásico en el siglo III.
El período clásico acentúa el desarrollo de la civilización maya, de su escritura, pintura, escultura su religión, su mitología. Seiscientos años de paz, de desenvolvimiento armónico, de contactos civilizacionales, de comercio y también de vinculación y, en ocasiones, abuso de una naturaleza menos fértil que aquella de las tierras altas de Centroamérica, llevaron a un nuevo colapso.
Los brillantes toltecas, no solo diestros en la guerra sino también en el campo de las artes y las ciencias, aprovecharon el momento para influenciar en algunas partes del mundo maya como Chichén Itzá y Mayapán. Y si bien hay algunas querellas entre los arqueólogos respecto de si la influencia tolteca es puntual en algunas ciudades o generalizada en la región, lo cierto es que esa presencia del centro de México, en la zona maya, coincide en los siglos IX y X con otro gran colapso ecológico en la región.
Estudiar las civilizaciones es viajar en la historia de la humanidad. Conocerlas contribuye a entender nuestra propia historia, reconocer nuestro devenir, nuestros aciertos y errores como especie. Nuestra gesta como humanidad.
Todos en el planeta podemos reconocernos hoy, en algunos momentos, en la actitud babilónica, fenicia, vikinga, griega, romana, egipcia o maya frente a la naturaleza y ante el universo.
La civilización maya goza de prestigio global. Se deslinda de la infausta reputación de los aztecas con sus holocaustos y su vocación de dominación pangéica. Los mayas cautivan con sus treinta siglos de esplendor diferencial. Su astronomía, numerología, pintura, escritura, arquitectura y artes plásticas nos invitan a descubrir las obras y el conocimiento asociado a tres mil años de continuidad civilizacional y expresión cultural.
Interiorizarnos en la cultura maya nos permite penetrar también en el conocimiento de nosotros mismos, de nuestra condición humana. Dejémonos acompañar entonces del aparato y los recursos culturales de los mayas para comprender mejor nuestro carácter de criaturas de este universo que comenzamos apenas a interpretar.
En el próximo artículo comentaremos el trabajo arqueológico y la investigación científica en el mundo maya desde el final de la colonización española.
Ka kanantabajte’ex. Vayan con bien. Hasta entonces.